La rendición de Breda (cuadro de Velásquez) |
Las posibilidades de que España, en la Edad Moderna, se situase en el
grupo de cabeza del desarrollo económico europeo eran escasas. En un
mundo donde el sector agrario aportaba el grueso del PIB, carecía por
razones medioambientales (clima, orografía, calidad del suelo, vías
marítimas y fluviales) de recursos óptimos para ello. Pero las
restricciones naturales no explican que el país, como sucedió, estuviese
lejos de aprovechar entre 1450 y 1800 el potencial de crecimiento que
aquellas permitían. Dos circunstancias históricas tienen, al respecto,
gran relevancia: una, los desajustes que se operaron, principalmente,
entre las economías del interior peninsular y del litoral mediterráneo
durante largos periodos de los siglos modernos; dos, la duración e
intensidad de la recesión que devastó las regiones del interior, las más
pobladas y urbanizadas a finales del siglo XVI, entre 1580 y 1650, y la
extrema lentitud de la recuperación posterior, que solo culminó
avanzado el siglo XVIII.
Ambas apuntan a un largo siglo XVII, durante el cual la economía
española se alejó del núcleo de Europa occidental. Hacia 1700, el
escuálido aumento del tamaño demográfico y productivo de España había
defraudado las perspectivas existentes en 1500 para una renovada
colonización agraria de su superficie, tan vasta como poco poblada. Pese
a sus dispares dotaciones de recursos, los resultados eran otros en los
cuatro territorios que, junto al peninsular, registraban (exceptuada
Escandinavia) las menores densidades demográficas del occidente europeo a
comienzos del siglo XVI, Inglaterra y Escocia, Irlanda, Suiza y
Portugal: de 1500 a 1700 estos pasaron, en promedio, de 12 a 25
habitantes por kilómetro cuadrado; España, de 11 a 15. Y al inicio del
siglo XVIII, además, la posesión de inmensas colonias en América no
podía compensar la desventaja que implicaba esa baja densidad
demográfica (y económica). Ingleses, franceses y holandeses habían ido
obstruyendo, durante el siglo XVII, el acceso a las producciones y los
mercados americanos, al compás de la decadencia política y militar de la
Monarquía hispánica.
La primera mitad del siglo XVII fue una época de dificultades en Europa
pero, desde 1650, superado el peor periodo, coincidente con la Guerra de
los Treinta Años, la recuperación se extendió y se consolidó. Arraigó
entonces un proceso de concentración de la actividad económica y la
urbanización en las zonas costeras. Este, impulsado por el progreso de
la construcción naval, el desarrollo manufacturero y mercantil
noroccidental y el incremento del comercio atlántico, convirtió a los
litorales en los espacios más dinámicos de la economía europea.
En España, la intensidad de la recesión fue mayor en la primera mitad
del siglo XVII y la recuperación posterior, con notables contrastes
regionales, más tardía y dificultosa, lo que le impidió estar en primera
línea del avance del componente marítimo de la economía occidental.
El aguador de Sevilla (cuadro de Velásquez) |
Las cifras de bautismos revelan que la población se redujo en todos los
espacios peninsulares en algún momento del siglo XVII, pero con grandes
diferencias. En el norte (Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y
Navarra), aunque la caída fue significativa de 1610 a 1630, el nivel
inicial se recobró pronto y el aumento posterior supuso un crecimiento
del 25% sobre aquel hacia 1700. En el área mediterránea (Cataluña,
Valencia y Murcia), un descenso algo más suave y una recuperación más
vigorosa propiciaron, en 1700-1709, un índice un 26% mayor que el de
base.
Andalucía occidental arroja un primer contraste: tras siete decenios de
estancamiento más que de declive demográfico, la posterior recuperación
amplió el nivel de base un 18% hacia 1700, pero solo un 15% respecto de
1580-1589. Es el interior peninsular (Castilla y León, La Rioja, Aragón,
Madrid, Castilla-La Mancha y Extremadura) el que muestra diferencias
más rotundas: una contracción demográfica más temprana, duradera e
intensa, seguida de una recuperación mucho más lenta; el índice 100 no
se recobró hasta 1720-1729, y los niveles máximos de 1580-1589 solo se
rebasaron 170 años después, en 1750-1759.
La difusión del maíz en las regiones cantábricas y la de diversos
cultivos comerciales en las del Levante ayudan a explicar que ambos
litorales viesen crecer sus poblaciones desde 1660-1670, alza que se
aceleró en las zonas mediterráneas tras la Guerra de Sucesión. Pero
tales progresos tardarían mucho tiempo en compensar el desplome
económico y humano del interior. La revolución agronómica que conoció el
litoral septentrional no se tradujo, durante décadas, en un vigoroso
proceso de urbanización y diversificación de actividades productivas.
En cuanto al litoral mediterráneo, el desencuentro era más antiguo.
Entre 1480 y 1580, el periodo de auge de la corona castellana, Cataluña
registró una tardía salida de la crisis bajomedieval y una modesta
recuperación poblacional (en 1591, tenía 11 habitantes por kilómetro
cuadrado, la densidad demográfica del conjunto de España en 1500), el
Reino de Murcia siguió estando muy poco poblado, y el de Valencia,
aunque creció más en el siglo XVI, afrontó en 1609 la sangría
demográfica de la expulsión de los moriscos, el 27% de su población.
Este desencuentro, durante el siglo XVI, seguramente supuso la pérdida
de notables sinergias entre el interior castellano y las áreas
levantinas. En la primera mitad del XVII, el desplome de aquel y el
escaso vigor de estas contribuyeron a un sensible retroceso demográfico
en el momento de arranque de la economía marítima europea. Después de
1650, cuando el litoral mediterráneo pasó a ser el espacio peninsular
con mayor potencial de crecimiento, las regiones del interior siguieron
sumidas en una recuperación desesperantemente lenta. Y el modo pausado
con que el propio Levante fue ganando peso específico, al menos hasta
1720, hizo que los efectos de arrastre en el conjunto de la economía
española tardaran en adquirir fortaleza.
Las sinergias perdidas por tales desajustes en el largo plazo
constituyeron un relevante factor adverso para el crecimiento económico
de la España moderna. Entrado el siglo XVIII, estas disparidades
acabaron propiciando un vuelco trascendental en la distribución de la
población y de la actividad económica, a favor de las áreas costeras y
en contra del interior, vigente desde entonces.
La trayectoria productiva de la Corona de Castilla, salvo en su franja
húmeda del norte, fue muy negativa entre 1580 y 1700. Los diezmos de los
arzobispados de Toledo y Sevilla, que abarcaban la mayoría de la
Submeseta Sur y de la Andalucía Bética, quizá las regiones más
castigadas, revelan una intensa contracción del producto cerealista
entre 1580 y 1610, la reanudación de la caída en la década de 1630, su
culminación en la de 1680 y una escuálida recuperación, al final, que
permitió alcanzar, en 1690-1699, los índices de 1600-1609, un 31%
inferiores a los máximos de 1570-1579.
El producto agrícola no cerealista (vino y aceite, básicamente) registró
un descenso aún más abrupto, sobre todo entre los decenios de 1620 y
1680, situándose en el de 1690 un 45% por debajo del de 1570. En cuanto a
la evolución del producto no agrario, la aguda crisis urbana que sufrió
la corona sugiere un desplome de las manufacturas y del comercio. Entre
1591 y 1700, la tasa de urbanización se contrajo una cuarta parte, y
las ciudades castellanas con 10.000 o más habitantes pasaron de 31 a 18
(de 37 a 22 en el conjunto de España). Además, el peso relativo de los
activos agrarios aumentó mucho en las urbes de ambas Castillas,
Andalucía y Extremadura, lo que implica que la contracción de las
actividades económicas típicas de las ciudades fue mayor que el propio
descenso de la población urbana.
Felipe IV, rey de España entre 1621 y 1665 |
Las dañinas consecuencias de la costosísima y prolongada política
imperial de la Monarquía constituyen, seguramente, el factor que más
contribuyó al desplome económico castellano del largo siglo XVII.
Aquellas fueron ubicuas, económicas, políticas y sociales, y actuaron
tanto a corto como a largo plazo. Para mantener la hegemonía política y
militar en Europa, y defender el patrimonio dinástico, los Austrias
acrecentaron sus bases fiscales, elevando tributos y creando otros
nuevos, a fin de ampliar su capacidad de endeudamiento. Por ese camino,
Felipe II había acumulado deudas equivalentes, a finales del siglo XVI,
al 60% del PIB español, porcentaje que debió de crecer sensiblemente, al
descender este y agrandarse aquellas, al menos hasta la Paz de los
Pirineos de 1659.
La Corona de Castilla soportó el grueso de una escalada fiscal que,
iniciada en el último cuarto del siglo XVI, cuando la economía
castellana trasponía su cénit, alcanzó el suyo en 1630-1660,
coincidiendo con el fondo de la depresión. Su primer crescendo, en la
década de 1570, perturbó el comercio, aumentó la fragilidad de muchas
economías campesinas, acosadas por el alza de la renta de la tierra, y
empobreció a las clases urbanas, cuyas subsistencias ya venían
encareciéndose. Imperturbables, la nobleza y el clero, total o
parcialmente exentos de cargas fiscales y partícipes en las rentas
reales, siguieron ingresando hasta fin de siglo abultadas rentas
territoriales y diezmos, y vendiendo sus frutos a precios crecientes,
con lo que se acentuó un intenso proceso de redistribución del ingreso
en contra de la mayoría de los castellanos. Cuando las cosechas cayeron
abruptamente en las décadas de 1580 y 1590, descenso propiciado por un
cambio climático desfavorable que se sintió en toda Europa, las vías
hacia la recesión y la contracción demográfica quedaron expeditas.
Un taller de herrería en la España del siglo XVII |
Desde 1600, los perniciosos efectos de la política imperial se multiplicaron por varios caminos.
- La escalada fiscal dependió de impuestos que gravaban el tráfico
comercial y el consumo, recaudados por las autoridades municipales (en
1577, aportaron la mitad de los ingresos tributarios de la Monarquía; en
1666, el 72%). En núcleos pequeños, el recurso a repartimientos, según
el número de yuntas o el volumen comercializado por vecino, perjudicó
singularmente a los labradores que poseían las explotaciones más
productivas y orientadas al mercado. En ciudades y villas, donde las
cargas tributarias tendieron a concentrarse, la proliferación de
exacciones sobre el consumo, especialmente de vino, aceite y carnes,
deprimieron la demanda de tales artículos, ya menguante por el descenso
demográfico y la concentración en el pan del gasto en alimentos
efectuado por unos consumidores con menos medios. Ello, como muestra el
gráfico 2, potenció orientaciones productivas contrarias a las
actividades agrícolas y ganaderas más productivas, rentables y
mercantilizadas, favoreciendo el cultivo de cereales, que ganó peso
relativo, y el autoconsumo. Las manufacturas urbanas, por su parte, con
su demanda deprimida por el desplome de las ciudades y el
empobrecimiento de sus habitantes, afrontaron, al encarecerse numerosos
productos básicos, la consiguiente tendencia al alza de los salarios.
- La Monarquía presionó a las haciendas municipales imponiendo donativos
y servicios extraordinarios con creciente frecuencia, y la compra,
obligada para evitar que cayesen en otras manos, de jurisdicciones y
baldíos enajenados del patrimonio real. Aquellas se endeudaron y
promovieron dos arbitrios muy dañinos: el despliegue de una fiscalidad
propia, añadida a la regia mediante recargos locales de los tributos que
gravaban el consumo, y el arriendo o venta de notables porciones de
tierras municipales, hasta entonces de aprovechamiento comunal. Lo uno
avivó la escalada fiscal y lo otro, al encarecer el sostenimiento del
capital animal de las explotaciones agrarias, entorpeció aún más su
desenvolvimiento. Estas, pese al fuerte descenso de la renta de la
tierra desde 1595 o 1600, no salieron de su postración. Ello evidencia
el radical empobrecimiento de muchos campesinos, y sugiere que, si la
caída de las rentas territoriales (exigidas en trigo y cebada), pese a
su magnitud, guardó proporción con la del producto cerealista, estas
conservaron parte de su potencial para bloquear la recuperación del
cultivo durante mucho tiempo.
- La almoneda del patrimonio regio y la presión sobre las haciendas
locales tuvieron otra vertiente: lograr la colaboración de la nobleza y,
más aún, de las oligarquías municipales para movilizar el descomunal
volumen de recursos requerido por la política imperial. A nobles e
hidalgos, la Monarquía les pagó desprendiéndose de rentas, vasallos,
jurisdicciones y cargos, lo que reforzó el poder señorial. A las
oligarquías locales, consintiendo que aumentasen su poder político, su
autonomía en asuntos fiscales y su control sobre los terrenos
concejiles; así, sus miembros lograron que sus patrimonios eludiesen la
escalada fiscal e, incluso, consiguieron ampliarlos con comunales
privatizados.
- A cambio del apoyo de las élites, los Austrias renunciaron a ampliar
su autoridad, y ello tuvo dos efectos adicionales de capital
importancia.
Carlos II, rey de España (1665-1700) |
De un lado, una fiscalidad más heterogénea y una soberanía más
fragmentada, con más agentes con prerrogativas para intervenir en los
mercados y los tráficos, incrementaron los costes del comercio y
bloquearon la integración de los mercados en el ámbito de la corona. En
este sentido, el enésimo arbitrio de los Austrias para allegar recursos,
la manipulación de la moneda de vellón, que perdió toda la plata que
contenía y fue sometida a bruscas alteraciones de su valor nominal,
generando correlativas oscilaciones de los precios, hizo más incierto el
comercio y hundió la confianza en el signo monetario.
De otro, el progresivo control de la nobleza y las oligarquías locales
sobre las tierras concejiles, la mayor reserva de pastos y suelos
cultivables, aumentaron su interés por el ganado lanar, especialmente
desde 1640, cuando volvieron a crecer los precios de las lanas
exportadas. Grupos poderosos con intereses distintos (fuese participar
en el negocio ganadero o restaurar los niveles de las rentas
territoriales) hallaron entonces un objetivo común: obstaculizar el
acceso de los campesinos y sus arados a dicha reserva de labrantíos. Ya
entrado el siglo XVIII, cuando la población castellana se fue acercando a
los máximos de 1580, este frente antirroturador constituyó un freno de
primer orden a la expansión del cultivo.
En suma, las múltiples y destructivas secuelas de la política exterior
de los Austrias que las regiones castellanas padecieron entre 1570 y
1660, ahondaron y prolongaron la depresión, primero, y obstaculizaron
después, durante décadas, la recuperación. Esa política originó una
formidable succión de recursos que dañó principalmente a los labradores
acomodados, los artesanos y los comerciantes, a las actividades
productivas más mercantilizadas y al mundo urbano, reorientando a la
economía castellana por un rumbo poco propicio para el crecimiento
económico. Hacia 1700, apenas se atisbaban signos de recuperación en los
campos y ciudades del interior, los más esperanzadores se habían
desplazado hacia el Norte y el Mediterráneo, y el grupo de cabeza de la
economía europea estaba un poco más lejos.
Este apretado recorrido por la España del siglo XVII ofrece dos
lecciones de actualidad. Una, que no hemos aprendido, subraya la
conveniencia de mantener separados megalomanía y gasto público. La otra,
que quizá aún podamos atender, concierne al reparto social del coste de
las crisis económicas. La negativa de los más ricos y poderosos a
soportar una parte proporcional a sus recursos, no solo atenta contra la
justicia (o el bien común, en términos del siglo XVII); también deprime
la economía. El incremento de la desigualdad, en solitario, no estimula
el crecimiento; únicamente generaliza la pobreza. Y ambos juntos pueden
alargar una recesión y bloquear por largo tiempo la recuperación
posterior.
Artículo de José Antonio Sebastián Amarilla, profesor titular de Historia Económica de la Universidad Complutense de Madrid.
Fuente. El País (España)
Fuente. El País (España)