lunes, 18 de enero de 2016

1348

1º texto. La Peste Negra de 1348, según las "Vitae Paparum Avenionensium"
"En el año del señor de 1348 se difundió por casi toda la superficie del globo una horrible mortandad. No se había conocido nada semejante. Los vivos apenas eran suficientes para enterrar a los muertos. Se apoderó de todo el mundo un terror tan grande que en cuanto alguien tenía una ulcera o un pequeño bulto, generalmente en la ingle o en el sobaco, la víctima era abandonada incluso por sus familiares. Si en una casa alguien contraía la enfermedad, era probable que todos los que habitaban allí fuesen contaminados, y que todos muriesen. Corrió el rumor de que algunos criminales, y en particular los judíos, echaban en los ríos y en las fuentes venenos. En realidad la peste provenía de las constelaciones o de la venganza divina".

2º texto. La peste en Florencia, según las Crónicas Florentinas de Villani (s.XIV).

"Era una especie de enfermedad en que el hombre no yacía sino tres días; aparecían en la ingle o bajo las axilas hinchazones llamadas bubones o glandulillas, algunos decían chichones, de ellos manaba sangre. A menudo esta enfermedad y la pestilencia se contagiaba al sacerdote que confesaba al doliente o a los que lo cuidaban. De tal manera, todo enfermo se veía privado de confesión, de sacramentos, de medicinas y de cuidados (...) Muchas provincias y ciudades quedaron desoladas. Para que Dios hiciera cesar esta peste y guardase nuestra ciudad de Florencia y sus alrededores, se hizo una solemne procesión que duró tres días, a mediados de marzo de 1347. Estos son los designios de Dios para castigar los pecados de los hombres".



Fijaos en el insólito y siniestro aspecto de los doctores que intentaban curar la enfermedad, el pico es una curiosa y primitiva máscara antigás.
Las personas de estos tiempos estaban convencidos de que la podredumbre del alma se reflejaba en el cuerpo, y por eso los leprosos, por su mero aspecto corporal, se consideraban pecadores. También se desconfió de todos los extranjeros y de los peregrinos. Las ciudades y aldeas cerraron sus murallas para protegerse de la enfermedad.
Hoy se cree que la peste negra fue un brote de peste bubónica una terrible enfermedad que se ha extendido en forma de epidemia varias veces a lo largo de la historia. La peste es causada por una bacteria llamada ” yersina pestis” , que se contagia por las pulgas a través de la rata negra, que hoy se conoce como rata de campo.

jueves, 7 de enero de 2016

El baño diario, una conquista de la Ilustración

A pesar de múltiples prejuicios, a finales del siglo XVIII se impuso el hábito de lavarse regularmente con agua
Por Guillaume Mazeau. Universidad París 1, Historia NG nº 140
En el siglo XVIII, la gente se lavaba poco y lo hacía en seco, evitando el uso del agua. Ello se explica en buena parte por la creencia, muy extendida, según la cual la salud del cuerpo y del alma dependía del equilibrio entre los cuatro humores que se suponía que integraban el cuerpo: sangre, pituita, bilis amarilla y atrabilis. Los malos humores se evacuaban mediante procesos naturales como las hemorragias, los vómitos o la transpiración, y cuando éstos no funcionaban se recurría a purgas o sangrías efectuadas por los médicos. Lógicamente, la introducción de un quinto elemento extraño, como el agua, se observaba con recelo.
Esta desconfianza no era nueva. Desde la segunda mitad del siglo XIV, los médicos habían empezado a desaconsejar los baños calientes por considerar que el agua podía facilitar el contagio de la peste. Como el calor abre los poros, se creía que así se introducían miasmas en el organismo que desequilibraban su funcionamiento. Los miasmas, en la mentalidad de la época, eran efluvios malignos producidos por cuerpos corruptos o aguas estancadas.

Alergia al agua

Este temor al agua culminó en el siglo XVII, incluso en las clases más altas de la sociedad: aunque Luis XIV no tenía problemas para nadar, sí evitaba usar demasiada agua para lavarse. En el interior de las casas nobles o burguesas existían bañeras, pero se aconsejaba no utilizarlas demasiado, y sobre todo  no permanecer en ellas durante mucho tiempo. El agua se rechazaba hasta tal punto que antes de la Revolución Francesa París sólo contaba con nueve casas de baños, es decir, tres veces menos que a finales del siglo XIII.
El miedo a los miasmas se convirtió en una auténtica obsesión. Para garantizar la salud había que hacer circular el aire –igual que los filósofos y los economistas ilustrados predicaban las virtudes de la circulación de personas, bienes o ideas–. Por tanto, debían evitarse los vapores de agua y la condensación, sobre todo en los espacios cerrados.
Del mismo modo, como se consideraba que los malos olores eran indicativos de la presencia de aire viciado, una norma básica de higiene consistía en perfumar el aire. Como en el caso de las sangrías, se creía que los olores agradables limpiaban de los miasmas los órganos y la sangre. En cambio, la suciedad no suponía un riesgo para la salud; al contrario, se consideraba que servía para proteger la piel, del mismo modo que las pulgas o los piojos.
Otras causas, menos médicas, explican también la desconfianza imperante respecto al agua. A partir de la Contrarreforma de los siglos XVI y XVII, la Iglesia ejerció una influencia creciente no sólo sobre la moral, sino también sobre las prácticas corporales cotidianas de la población. El clero quiso proscribir los baños públicos –denominados «baños romanos»– por el peligro que suponían el contacto corporal y la desnudez. Además, incluso en un ámbito privado, se consideraba que la exploración del cuerpo era censurable, sobre todo la de las partes genitales, como le contaba un padre a su hijo antes de ir de viaje: «No toques las partes de tu cuerpo que la honestidad te prohíbe mostrar, salvo en caso de extrema necesidad, e indirectamente».
Por todas estas razones, las prácticas de higiene eran rápidas, muy selectivas y se realizaban en seco, o casi. Había que lavarse sin debilitar la piel ni exponerla a la penetración de miasmas, lo que implicaba hacer abluciones parciales. Al levantarse, los adultos y los niños se peinaban y se frotaban ciertas partes del cuerpo con paños secos, dando mayor importancia a los lugares más expuestos a la vista: las manos, la boca y la parte posterior de las orejas, así como los pies.

Símbolo de distinción

En la corte y en el seno de la nobleza o de la burguesía, la higiene estaba relacionada con las exigencias de la respetabilidad social. Llevar un vestido limpio era un buen indicador de la posición social que alguien ocupaba: cuanto más rico era uno, más se cambiaba de vestido. Del mismo modo, en cuanto al cuidado corporal lo importante era la apariencia. Muy a menudo no se intentaba eliminar la suciedad, sino disimularla con productos que cubrieran las imperfecciones de la piel y la blanquearan. Por ello, estar limpio consistía en frotarse la piel con pastillas de jabón de Florencia o de Bolonia, con perfume de limón o de naranja, o lavarse la cara con vinagre perfumado.
Este último alcanzó enorme popularidad. En París, en su tienda de Saint-André-des-Arts, el famoso vinagrero Maille comercializaba al menos 92 vinagres de salud e higiene. Difundidos después de 1740, estos vinagres perfumados, en forma de lociones con flores o especias, eran vendidos por vinagreros destiladores que competían en imaginación para promocionar su «Agua imperial», su «Agua magnífica» o sus vinagres de cítricos con naranjas de Portugal. También se aconsejaba untarse las manos con cremas de almendras dulces o de benjuí. Del mismo modo que las cremas de jazmín o de lavanda, estos productos eliminaban la suciedad de forma mecánica, pero sin agredir la piel. Cuando hacía buen tiempo, la gente se aplicaba sobre el pecho telas untadas con pomadas.

Las virtudes del agua

En la segunda mitad del siglo, sin embargo, se comenzó a pensar que el agua templada podía tener virtudes calmantes, y sobre todo que el agua fría permitía fortalecer los tejidos, aumentar la fluidez de la sangre e incluso disolver los tumores.  En 1762, en su obra Emilio, o de la educación, Rousseau aconsejaba bañar a los niños en agua fría para fortalecerlos: «Lavad a menudo a los niños; su suciedad muestra la necesidad de hacerlo». El año anterior, a orillas del Sena, un establecimiento de baños calientes de París había abierto sus puertas a una clientela privilegiada, con la aprobación oficial de la facultad de medicina, y su propietario, Poitevin, había sido gratificado con privilegios.
A finales de siglo, el agua empezó a entrar en ciertos hogares, que se equiparon incluso con cuartos de baño. El baño era un lugar de descanso, incluso de vida social. No se consideraba indecente recibir a los amigos en la bañera. Pero progresivamente el aseo se privatizó y se individualizó, dando forma a nuevos momentos y espacios de intimidad. Así, María Antonieta permitía sólo la presencia de dos criadas mientras se bañaba. Por supuesto, el baño aún se utilizó durante mucho tiempo como un método para el cuidado de la piel y tratamiento de sus enfermedades: en 1793, el periodista Marat tomaba baños eléctricos e impregnados de almendra y minerales para combatir su dermatitis cuando fue asesinado por Charlotte Corday.
Pero con el progreso del hedonismo y la lenta liberación de los tabús corporales, bañarse se asoció también con el placer. Así, las mujeres de clase alta tomaban baños perfumados con leche o frambuesa. Pero todo esto constituía una excepción: durante mucho tiempo, la mayoría de la población evitó utilizar el agua para lavarse. Habría que esperar hasta las primeras décadas del siglo XIX para que se empezara a generalizar el uso higiénico del agua.

Para saber más

Lo limpio y lo sucio: la higiene del cuerpo desde la Edad Media. G. Vigarello. Alianza, Madrid, 1991.
Historia del cuerpo, I. G. Vigarello. Taurus, Madrid, 2005.
El perfume. P. Süskind. Planeta, Barcelona, 2010.

¿Cómo se despertaba la gente cuando no había despertadores?

La invención del despertador se atribuye a un relojero del siglo XVIII que debía levantarse a las cuatro de la mañana
La cuestión nos lleva a preguntarnos sobre el origen de nuestra obsesión con medir los tiempos



Los internautas se preguntan cómo se despertaba la gente cuando no existían los despertadores. Una curiosidad del todo lógica, teniendo en cuenta su invención relativamente reciente. Según consta, en 1787 el relojero Levi Hutchins ‑movido no solo por el ingenio, sino por los imperativos de su oficio-, añadió un mecanismo de apariencia trivial a la manecilla pequeña de su reloj que activaba una campanilla cuando llegaba a una hora determinada: mientras sus coetáneos se levantaban con la salida del sol, el señor Levi debía hacerlo a las 4 de la mañana, lo que obviamente le impedía valerse para estos fines de la luz del astro rey.
Pero hablar de relojes y despertadores nos obliga a dar un rodeo y a detenernos en la organización y consecuente percepción socio-histórica del tiempo.
Naturalmente los pueblos han vivido miles de años sin contar con esas máquinas que hoy nos son tan familiares como imprescindibles. Podríamos pensar que medir el tiempo con instrumentos más exactos ha sido una necesidad consustancial a la humanidad. Lo que ocurre, solemos concluir espontáneamente, es que si ésta ha vivido siglos sin relojes ni despertadores, se debe a que los avances científicos y tecnológicos llevan su tiempo: tal necesidad se habría podido colmar poco a poco, ensayando primero, y perfeccionando después, sistemas de notación capaces de capturar y comunicarnos, con mayor precisión, la sucesión de los días, meses y años (calendarios), así como el orden de las horas, los minutos y los segundos (relojes).
De hecho, buceando en la historia de los ingenios elaborados en diferentes épocas y lugares, encontramos evidencias de mecanismos destinados a dividir o a introducir discontinuidades en el flujo del devenir: la clepsidra, de origen mesopotámico que delimitaba fracciones de tiempo, según lo que tarda una cantidad de agua en pasar de un recipiente a otro de iguales dimensiones; el reloj de sol egipcio, vinculado en principio a funciones sacerdotales; el pájaro mecánico inventado por los griegos (250 a.C.), que sonaba cuando subían la mareas; los campanarios de las iglesias comunales que tañían, en los albores del mercantilismo (siglo XII), al ritmo de las actividades de comerciantes y artesanos; el reloj de arena usado para establecer la duración de las misas (siglo XVI), o el cuerno utilizado por los encargados para despertar a los trabajadores de los talleres en los distritos textiles ingleses (siglo XVI).
Sin embargo, tales indicios no deben tomarse como una mera sucesión de intentos que responden a simples peldaños en la evolución del mundo humano. En verdad, como sugiere el sociólogo e historiador Lewis Mumford en Técnica y civilización, son esas máquinas, que forman parte indiscutible de nuestra vida cotidiana, las que contribuyen a asentar la creencia en una realidad -la del tiempo serializado en horas, minutos y segundos- independiente del acontecer humano, como si de un hecho externo se tratase. Al punto que llegamos a atribuirle al instrumento físico, en sí mismo, el conjunto de costumbres que lo crearon y lo acompañaron. El sociólogo Norbert Elías, en su libro El tiempo, recuerda el papel jugado tanto por las ciencias físico-naturales como por la filosofía en la representación del tiempo como un hecho ajeno a la acción humana. Mientras las primeras lo presentaron como un dato equivalente a otros fenómenos naturales no-humanos; la segunda ‑en particular el pensamiento cartesiano y posteriormente el kantiano- lo concibe como una categoría innata de la experiencia, un hecho inalterable de la naturaleza del hombre.
Son las máquinas, que forman parte indiscutible de nuestra vida cotidiana, las que contribuyen a asentar la creencia en una realidad independiente del acontecer humano
Lo que ambas tienen en común, en definitiva, es hacer del tiempo un hecho universal, previo y extrínseco a toda época, lugar y mundo social particular: como si fuese un fenómeno transhistórico y transcultural. Los planteamientos de Mumford y Elías contribuyen a desafiar nuestras impresiones habituales, al hacernos ver que el tiempo no es solo materia de intervención humana sino, más aún, que no es ajeno al conjunto de símbolos utilizados para percibirlo, ordenarlo y regularlo (los relojes y los calendarios, entre otros, todos de factura humana), los cuales responden a pautas, procesos y formas concretas de organización social.
El historiador británico Edward Thompson en su texto Tiempo disciplina y capitalismo ilustra, con casos sorprendentes a nuestros ojos, la “indiferencia a las horas del reloj” en diversas geografías sociales, no excesivamente remotas. Así, por ejemplo, los intervalos de tiempo en Madagascar se medían en función de “una cocción de arroz”, o de la “fritura de una langosta”. La duración de un terremoto en el Chile del siglo XVII se medía en “credos”. Entre los Nuer del Sudán, en los años 1940, el paso de un día se componía de la sucesión de las labores ganaderas y los ciclos de tareas domésticas. Las actitudes del campesino de la kabilia argelina, donde al reloj se lo conocía como “el molino del diablo”, fueron descritas en la década de 1960 por el sociólogo Pierre Bourdieu en términos de una “impasible indiferencia ante el paso del tiempo, al que nadie pretende dominar, utilizar o ganar”. La prisa se consideraba una falta de pudor y la noción de una cita exacta era desconocida; los kabiles solían quedar diciendo, simplemente, “nos encontramos en el próximo mercado”.

Resistencia a la 'modernidad'

Tendemos naturalmente a considerar extraños estos comportamientos. Los atribuimos a la resistencia de las sociedades tradicionales ante la modernidad; o al desconocimiento tecnológico e, incluso, a la indisciplina o indolencia propia de quienes lo malgastan. Y si lo hacemos es, en realidad, porque los percibimos y juzgamos mediante un modo de ver aprendido que ha forjado en nosotros una experiencia específica del tiempo y de su valor. En consecuencia, apenas si nos preguntamos cómo hemos llegado a considerar imprescindibles esos aparatos tan precisos y, más todavía, a ordenar nuestra vida en torno a las regularidades y cadencias que ellos representan.
La perplejidad que nos generan aquellas costumbres, se comprenden mejor, de un lado, si reparamos en la relación existente entre las distintas modalidades y condiciones de la vida común y las formas de usar y, por ende, medir, fraccionar y/o notar el tiempo, asociadas a ellas. De otro lado, si nos detenemos a considerar la gradual, y no por ello menos profunda, transformación que tuvo lugar con el proceso de transición a la sociedad industrial.
Basta con detenerse en las comunidades de pequeños agricultores y ganaderos (con escasas estructuras de comercialización). Ellas se han orientado a unos quehaceres que se superponen y combinan -criar animales, ordeñarlos, protegerlos; sembrar/cosechar; cuidar de los incendios o heladas…; procesar y almacenar productos; sin olvidar la fabricación o arreglo de los aperos y herramientas, tejer, cocinar, comer, dormir, criar a un niño y enterrar a un fallecido, etc.- y han de remitirse a pautas estacionales que guardan escasa consistencia con la del trabajo regulado por las horas del reloj. Proteger al ganado de los depredadores, por ejemplo, puede requerir utilizar las noches para instalar trampas.
La prisa se consideraba una falta de pudor y la noción de una cita exacta era desconocida; los kabiles solían quedar diciendo, simplemente, “nos encontramos en el próximo mercado”
La época de la cosecha, entretanto, puede obligar a laborar intensivamente de sol a sol, antes de que el producto se arruine o que lleguen las épocas de climas desfavorables. Los pueblos pescadores, dependientes de las mareas y de los vientos, han de observar y atenerse a sus movimientos, entre otras tantas cosas … ¿A que el pájaro mecánico griego, que sonaba con la pleamar, cobra mayor sentido en un contexto como ese, que un reloj despertador al que le fijamos una determinada hora para despertarnos? En tales y otras condiciones semejantes, las jornadas pueden alargarse o acortarse en función de las labores necesarias en cada momento, la distinción a las que estamos tan habituados entre las actividades ordinarias (festividades, mercados, rituales, conversaciones, salidas, intercambios y contactos sociales de todo tipo, crianzas y enterramientos, etc…) y las relativas a la subsistencia, se anudan entre sí y entremezclan. Como poco, en el sentido de que no existe una demarcación entre los hechos y tiempos de la vida, y los del trabajo.
Si nos retrotraemos al medioevo, de la mano del historiador Jacques Le Goff (Au Moyen Âge: temps de l’Église et temps du marchand), se pone en evidencia una crucial transformación del pensamiento cristiano occidental sobre el tiempo y la historia, el cual tiene lugar en el corazón del siglo XII cuando entra en conflicto el tiempo de la iglesia y el tiempo del mercader, y comienza a tomar forma la elaboración de la ideología del mundo moderno. Tras la emergencia del comercio y la formación de redes mercantiles el tiempo se convierte en objeto de una atención y regulación particular. Las tareas del mercader requieren de un tiempo mensurable, orientado y previsible: la duración de los viajes por mar o tierra, la fluctuación de los precios en el curso de las operaciones comerciales, la duración del trabajo artesanal que provee las mercancías, devienen objeto de reglamentación cada vez más exacta. Si en la mayoría de las regiones cristianas de Europa, las campanas de los monasterios anunciaban las “horas canónicas”, es decir una división regular del día en siete momentos, a cada uno de los cuales correspondía un conjunto especifico de oraciones, pronto el instrumento se extenderá fuera del monasterio y su modelo de regularidad se prestará a otras funciones. Las campanas se pondrán al servicio de los fines profesionales y del control del trabajo artesano: sonarán en los momentos de las transacciones comerciales, y para marcar los turnos de trabajo de los obreros textiles, a quienes se comienza a fijar horarios precisos de entrada y salida de los talleres.
Es en el siglo XII cuando entra en conflicto el tiempo de la iglesia y el tiempo del mercader, y comienza a tomar forma la elaboración de la ideología del mundo moderno
Con la integración en sociedades más abarcadoras, en el proceso de transición a la sociedad industrial y una vez que la mano de obra se convierte en contratada, se produce una profunda reestructuración de los hábitos anteriores. Mientras en las sociedades preindustriales, ya sean éstas las (mal) llamadas “primitivas”, o las campesinas, sean las manufactureras a escala doméstica… (etc.), responden a pautas fluctuantes, discontinuas, cambiantes e incluso estacionales de ejecución de los quehaceres cotidianos, el advenimiento de la industria mecánica exige una sincronización, regularidad y exactitud muy precisas del trabajo para determinar la posición, la duración, el ritmo y la sucesión de actividades de los trabajadores.
Una de las imágenes más antiguas del reloj de arena está en este cuadro, 'Templanza', de Ambrogio Lorenzetti (1338).
Una de las imágenes más antiguas del reloj de arena está en este cuadro, 'Templanza', de Ambrogio Lorenzetti (1338). / Wikimedia Commons.
No obstante, no se trata solamente de una exigencia reductible a los cambios tecnológicos o económicos, puesto que involucra simultáneamente la modificación del sentido –y del valor- que adquiere el tiempo. El tiempo, al convertirse en dinero, no pasa ni acontece, se “gasta”, “malgasta” o “ahorra”. Ya no se compondrá de los acontecimientos y experiencias que se suceden en el proceso de los quehaceres, igualmente laboriosos, que lo llenan. Se torna una realidad abstracta que se divide, fracciona, mide y ordena, y exige la observancia de las horas a una escala inusitadamente amplia y en cierto modo uniforme del trabajo.

Una nueva vida social

La disciplina fabril engendra nuevos hábitos de trabajo, pero igualmente reconfigura la vida social e individual. El trabajo reglado por hora”, establece horarios de entrada y salida, distingue entre periodos laborales y de ocio, incluyendo las horas de descanso, de almuerzo, los días de libranza, así como la duración de un contrato laboral o los años productivos de un ser humano. No es baladí, como documenta E. Thompson, que en los albores de la revolución industrial una nueva óptica moral, que apela a una economía del tiempo, se difunde dentro de la fábrica pero también fuera de ella. Las convenciones, formas de vida y hábitos de trabajo precedentes, son vistos en términos de pérdida de tiempo, falta de disciplina, ineficiencia y desorden u ociosidad, que obstaculizan la disciplina del trabajo industrial. La función del vigilante del tiempo, las hojas de horas para anotar al minuto la labor de cada trabajador, la marcación estricta, mediante toques de campana, de los horarios de entrada, de desayuno, de almuerzo y salida, o los estímulos e incentivos a la puntualidad, hacen su entrada en taller o la fábrica. Y fuera de ellos, un conjunto de reglamentaciones civiles urbanas ordenarán la vida pública (fiestas, mercados…).
Estos cambios fueron graduales, y no hubo una sola forma de transición, en todo lugar. De hecho no son desconocidos los oficios mixtos en los comienzos del industrialismo (mineros que eran pequeños agricultores; artesanos textiles ocupados en la construcción, etc.). Y a poco que lo pensemos, podemos descubrir algunas formas contemporáneas de otros usos del tiempo. En cuanto a los relojes, y formas de despertar, tal vez la cuestión, no sea tratar de dilucidar si la difusión del reloj –y del despertador o sus sucedáneos- fue en sí mismo un factor del cambio, o a la inversa, el síntoma de una nueva forma de organización de la vida. No obstante, desde el siglo XIV se erigen relojes en iglesias y lugares públicos, y la difusión general de los relojes se produce al ritmo que la revolución industrial exige mayor sincronización del trabajo.
El advenimiento de la industria mecánica exige una sincronización, regularidad y exactitud muy precisas del trabajo
Tiempos de agricultores, tiempos de pescadores, de artesanos, de comerciantes, de la iglesia, del trabajador industrial, del patrón… y podríamos seguir distinguiendo “tiempos”. El tiempo, en palabras de Elías, “se desarrolla en el contexto de tareas bien definidas y finalidades especificas a cumplir”, sirve a los individuos ‑y los coacciona- para orientarse en la sucesión de procesos sociales en los cuales están inmersos, es un medio para regular su conducta y coordinarla con la de los demás. No es, sin embargo, una mera idea que surja en la cabeza de alguien, sino una institución variable que depende de las características de los modos de vida, así como de los medios o dispositivos que lo representan y comunican a través de la experiencia corriente que los individuos tienen de él desde su tierna infancia y durante el curso de su existencia.
El reloj es, tal vez, el más notable de esos dispositivos de la modernidad, aunque también integramos esos usos y valores, a través de los sistemas de fichado a la entrada y salida del trabajo, o de las sanciones que acompañan los retrasos, de los permisos establecidos con minuciosidad para los llamados “asuntos personales”… y más aún, con los horarios de la escuela, o los establecidos para el juego, el dormir o el comer.
Los intervalos de tiempo en Madagascar se medían en función de “una cocción de arroz”, o de la “fritura de una langosta”
Como señala Elías, “los relojes no son el tiempo”. Quizás haya que considerar con detenimiento la afirmación de Lewis Mumford cuando sostiene que el reloj, y no la máquina de vapor, es el artefacto clave de la era industrial capitalista, puesto que asegura con peculiar pulcritud y rigor la articulación de los trabajos humanos y hace posible la producción regular y estandarizada a gran escala.
En todo caso, la pregunta de los internautas sobre el despertador y los despertares a tiempo no tiene una repuesta que se resuma en unas pocas frases. Puede intuirse que aquella está formulada desde el punto de vista de quienes hemos incorporado el tiempo del reloj, y el control horario al que nuestra realidad nos obliga. Se pueden listar los artefactos ideados (pájaros mecánicos, cuernos, relojes despertadores…) o los fenómenos naturales utilizados como referentes (los gallos, la luz del sol, la rotación de los astros… etc.). Sin embargo ellos en sí mismos y en tanto aparatos, no dicen nada acerca de sus usos, ni menos aún de las dinámicas contextuales e históricas a las que obedecen. Para muestra, basta un botón: las variaciones en las funciones cumplidas por las campanas ¿avisan y despiertan para los rezos?, ¿o señalan los turnos de entrada al taller textil? Depende, todo depende.
Adela Franzé Mudanó. Departamento de Antropología Social. Universidad Complutense de Madrid