La invención del despertador se atribuye a un relojero del siglo XVIII que debía levantarse a las cuatro de la mañana
La cuestión nos lleva a preguntarnos sobre el origen de nuestra obsesión con medir los tiempos
La cuestión nos lleva a preguntarnos sobre el origen de nuestra obsesión con medir los tiempos
Los internautas se preguntan cómo se despertaba la gente cuando no
existían los despertadores. Una curiosidad del todo lógica, teniendo en
cuenta su invención relativamente reciente. Según consta, en 1787 el
relojero Levi Hutchins ‑movido no solo por el ingenio, sino por los
imperativos de su oficio-, añadió un mecanismo de apariencia trivial a
la manecilla pequeña de su reloj que activaba una campanilla cuando
llegaba a una hora determinada: mientras sus coetáneos se levantaban con
la salida del sol, el señor Levi debía hacerlo a las 4 de la mañana, lo
que obviamente le impedía valerse para estos fines de la luz del astro
rey.
Pero hablar de relojes y despertadores nos obliga a dar un rodeo y a detenernos en la organización y consecuente percepción socio-histórica del tiempo.
Naturalmente los pueblos han vivido miles de años sin contar con esas máquinas que hoy nos son tan familiares como imprescindibles. Podríamos pensar que medir el tiempo con instrumentos más exactos ha sido una necesidad consustancial a la humanidad. Lo que ocurre, solemos concluir espontáneamente, es que si ésta ha vivido siglos sin relojes ni despertadores, se debe a que los avances científicos y tecnológicos llevan su tiempo: tal necesidad se habría podido colmar poco a poco, ensayando primero, y perfeccionando después, sistemas de notación capaces de capturar y comunicarnos, con mayor precisión, la sucesión de los días, meses y años (calendarios), así como el orden de las horas, los minutos y los segundos (relojes).
De hecho, buceando en la historia de los ingenios elaborados en diferentes épocas y lugares, encontramos evidencias de mecanismos destinados a dividir o a introducir discontinuidades en el flujo del devenir: la clepsidra, de origen mesopotámico que delimitaba fracciones de tiempo, según lo que tarda una cantidad de agua en pasar de un recipiente a otro de iguales dimensiones; el reloj de sol egipcio, vinculado en principio a funciones sacerdotales; el pájaro mecánico inventado por los griegos (250 a.C.), que sonaba cuando subían la mareas; los campanarios de las iglesias comunales que tañían, en los albores del mercantilismo (siglo XII), al ritmo de las actividades de comerciantes y artesanos; el reloj de arena usado para establecer la duración de las misas (siglo XVI), o el cuerno utilizado por los encargados para despertar a los trabajadores de los talleres en los distritos textiles ingleses (siglo XVI).
Sin embargo, tales indicios no deben tomarse como una mera sucesión de intentos que responden a simples peldaños en la evolución del mundo humano. En verdad, como sugiere el sociólogo e historiador Lewis Mumford en Técnica y civilización, son esas máquinas, que forman parte indiscutible de nuestra vida cotidiana, las que contribuyen a asentar la creencia en una realidad -la del tiempo serializado en horas, minutos y segundos- independiente del acontecer humano, como si de un hecho externo se tratase. Al punto que llegamos a atribuirle al instrumento físico, en sí mismo, el conjunto de costumbres que lo crearon y lo acompañaron. El sociólogo Norbert Elías, en su libro El tiempo, recuerda el papel jugado tanto por las ciencias físico-naturales como por la filosofía en la representación del tiempo como un hecho ajeno a la acción humana. Mientras las primeras lo presentaron como un dato equivalente a otros fenómenos naturales no-humanos; la segunda ‑en particular el pensamiento cartesiano y posteriormente el kantiano- lo concibe como una categoría innata de la experiencia, un hecho inalterable de la naturaleza del hombre.
Lo que ambas tienen en común, en definitiva, es hacer del tiempo un
hecho universal, previo y extrínseco a toda época, lugar y mundo social
particular: como si fuese un fenómeno transhistórico y transcultural.
Los planteamientos de Mumford y Elías contribuyen a desafiar nuestras
impresiones habituales, al hacernos ver que el tiempo no es solo materia
de intervención humana sino, más aún, que no es ajeno al conjunto de
símbolos utilizados para percibirlo, ordenarlo y regularlo (los relojes y
los calendarios, entre otros, todos de factura humana), los cuales
responden a pautas, procesos y formas concretas de organización social.
El historiador británico Edward Thompson en su texto Tiempo disciplina y capitalismo ilustra, con casos sorprendentes a nuestros ojos, la “indiferencia a las horas del reloj” en diversas geografías sociales, no excesivamente remotas. Así, por ejemplo, los intervalos de tiempo en Madagascar se medían en función de “una cocción de arroz”, o de la “fritura de una langosta”. La duración de un terremoto en el Chile del siglo XVII se medía en “credos”. Entre los Nuer del Sudán, en los años 1940, el paso de un día se componía de la sucesión de las labores ganaderas y los ciclos de tareas domésticas. Las actitudes del campesino de la kabilia argelina, donde al reloj se lo conocía como “el molino del diablo”, fueron descritas en la década de 1960 por el sociólogo Pierre Bourdieu en términos de una “impasible indiferencia ante el paso del tiempo, al que nadie pretende dominar, utilizar o ganar”. La prisa se consideraba una falta de pudor y la noción de una cita exacta era desconocida; los kabiles solían quedar diciendo, simplemente, “nos encontramos en el próximo mercado”.
La perplejidad que nos generan aquellas costumbres, se comprenden mejor, de un lado, si reparamos en la relación existente entre las distintas modalidades y condiciones de la vida común y las formas de usar y, por ende, medir, fraccionar y/o notar el tiempo, asociadas a ellas. De otro lado, si nos detenemos a considerar la gradual, y no por ello menos profunda, transformación que tuvo lugar con el proceso de transición a la sociedad industrial.
Basta con detenerse en las comunidades de pequeños agricultores y ganaderos (con escasas estructuras de comercialización). Ellas se han orientado a unos quehaceres que se superponen y combinan -criar animales, ordeñarlos, protegerlos; sembrar/cosechar; cuidar de los incendios o heladas…; procesar y almacenar productos; sin olvidar la fabricación o arreglo de los aperos y herramientas, tejer, cocinar, comer, dormir, criar a un niño y enterrar a un fallecido, etc.- y han de remitirse a pautas estacionales que guardan escasa consistencia con la del trabajo regulado por las horas del reloj. Proteger al ganado de los depredadores, por ejemplo, puede requerir utilizar las noches para instalar trampas.
La época de la cosecha, entretanto, puede obligar a laborar
intensivamente de sol a sol, antes de que el producto se arruine o que
lleguen las épocas de climas desfavorables. Los pueblos pescadores,
dependientes de las mareas y de los vientos, han de observar y atenerse a
sus movimientos, entre otras tantas cosas … ¿A que el pájaro mecánico
griego, que sonaba con la pleamar, cobra mayor sentido en un contexto
como ese, que un reloj despertador al que le fijamos una determinada
hora para despertarnos? En tales y otras condiciones semejantes, las
jornadas pueden alargarse o acortarse en función de las labores
necesarias en cada momento, la distinción a las que estamos tan
habituados entre las actividades ordinarias (festividades, mercados,
rituales, conversaciones, salidas, intercambios y contactos sociales de
todo tipo, crianzas y enterramientos, etc…) y las relativas a la
subsistencia, se anudan entre sí y entremezclan. Como poco, en el
sentido de que no existe una demarcación entre los hechos y tiempos de
la vida, y los del trabajo.
Si nos retrotraemos al medioevo, de la mano del historiador Jacques Le Goff (Au Moyen Âge: temps de l’Église et temps du marchand), se pone en evidencia una crucial transformación del pensamiento cristiano occidental sobre el tiempo y la historia, el cual tiene lugar en el corazón del siglo XII cuando entra en conflicto el tiempo de la iglesia y el tiempo del mercader, y comienza a tomar forma la elaboración de la ideología del mundo moderno. Tras la emergencia del comercio y la formación de redes mercantiles el tiempo se convierte en objeto de una atención y regulación particular. Las tareas del mercader requieren de un tiempo mensurable, orientado y previsible: la duración de los viajes por mar o tierra, la fluctuación de los precios en el curso de las operaciones comerciales, la duración del trabajo artesanal que provee las mercancías, devienen objeto de reglamentación cada vez más exacta. Si en la mayoría de las regiones cristianas de Europa, las campanas de los monasterios anunciaban las “horas canónicas”, es decir una división regular del día en siete momentos, a cada uno de los cuales correspondía un conjunto especifico de oraciones, pronto el instrumento se extenderá fuera del monasterio y su modelo de regularidad se prestará a otras funciones. Las campanas se pondrán al servicio de los fines profesionales y del control del trabajo artesano: sonarán en los momentos de las transacciones comerciales, y para marcar los turnos de trabajo de los obreros textiles, a quienes se comienza a fijar horarios precisos de entrada y salida de los talleres.
Con la integración en sociedades más abarcadoras, en el proceso de
transición a la sociedad industrial y una vez que la mano de obra se
convierte en contratada, se produce una profunda reestructuración de los
hábitos anteriores. Mientras en las sociedades preindustriales, ya sean
éstas las (mal) llamadas “primitivas”, o las campesinas, sean las
manufactureras a escala doméstica… (etc.), responden a pautas
fluctuantes, discontinuas, cambiantes e incluso estacionales de
ejecución de los quehaceres cotidianos, el advenimiento de la industria
mecánica exige una sincronización, regularidad y exactitud muy precisas
del trabajo para determinar la posición, la duración, el ritmo y la
sucesión de actividades de los trabajadores.
No obstante, no se trata solamente de una exigencia reductible a los cambios tecnológicos o económicos, puesto que involucra simultáneamente la modificación del sentido –y del valor- que adquiere el tiempo. El tiempo, al convertirse en dinero, no pasa ni acontece, se “gasta”, “malgasta” o “ahorra”. Ya no se compondrá de los acontecimientos y experiencias que se suceden en el proceso de los quehaceres, igualmente laboriosos, que lo llenan. Se torna una realidad abstracta que se divide, fracciona, mide y ordena, y exige la observancia de las horas a una escala inusitadamente amplia y en cierto modo uniforme del trabajo.
Estos cambios fueron graduales, y no hubo una sola forma de transición, en todo lugar. De hecho no son desconocidos los oficios mixtos en los comienzos del industrialismo (mineros que eran pequeños agricultores; artesanos textiles ocupados en la construcción, etc.). Y a poco que lo pensemos, podemos descubrir algunas formas contemporáneas de otros usos del tiempo. En cuanto a los relojes, y formas de despertar, tal vez la cuestión, no sea tratar de dilucidar si la difusión del reloj –y del despertador o sus sucedáneos- fue en sí mismo un factor del cambio, o a la inversa, el síntoma de una nueva forma de organización de la vida. No obstante, desde el siglo XIV se erigen relojes en iglesias y lugares públicos, y la difusión general de los relojes se produce al ritmo que la revolución industrial exige mayor sincronización del trabajo.
Tiempos de agricultores, tiempos de pescadores, de artesanos, de
comerciantes, de la iglesia, del trabajador industrial, del patrón… y
podríamos seguir distinguiendo “tiempos”. El tiempo, en palabras de
Elías, “se desarrolla en el contexto de tareas bien definidas y
finalidades especificas a cumplir”, sirve a los individuos ‑y los
coacciona- para orientarse en la sucesión de procesos sociales en los
cuales están inmersos, es un medio para regular su conducta y
coordinarla con la de los demás. No es, sin embargo, una mera idea que
surja en la cabeza de alguien, sino una institución variable que depende
de las características de los modos de vida, así como de los medios o
dispositivos que lo representan y comunican a través de la experiencia
corriente que los individuos tienen de él desde su tierna infancia y
durante el curso de su existencia.
El reloj es, tal vez, el más notable de esos dispositivos de la modernidad, aunque también integramos esos usos y valores, a través de los sistemas de fichado a la entrada y salida del trabajo, o de las sanciones que acompañan los retrasos, de los permisos establecidos con minuciosidad para los llamados “asuntos personales”… y más aún, con los horarios de la escuela, o los establecidos para el juego, el dormir o el comer.
Como señala Elías, “los relojes no son el tiempo”. Quizás haya que
considerar con detenimiento la afirmación de Lewis Mumford cuando
sostiene que el reloj, y no la máquina de vapor, es el artefacto clave
de la era industrial capitalista, puesto que asegura con peculiar
pulcritud y rigor la articulación de los trabajos humanos y hace posible
la producción regular y estandarizada a gran escala.
En todo caso, la pregunta de los internautas sobre el despertador y los despertares a tiempo no tiene una repuesta que se resuma en unas pocas frases. Puede intuirse que aquella está formulada desde el punto de vista de quienes hemos incorporado el tiempo del reloj, y el control horario al que nuestra realidad nos obliga. Se pueden listar los artefactos ideados (pájaros mecánicos, cuernos, relojes despertadores…) o los fenómenos naturales utilizados como referentes (los gallos, la luz del sol, la rotación de los astros… etc.). Sin embargo ellos en sí mismos y en tanto aparatos, no dicen nada acerca de sus usos, ni menos aún de las dinámicas contextuales e históricas a las que obedecen. Para muestra, basta un botón: las variaciones en las funciones cumplidas por las campanas ¿avisan y despiertan para los rezos?, ¿o señalan los turnos de entrada al taller textil? Depende, todo depende.
Pero hablar de relojes y despertadores nos obliga a dar un rodeo y a detenernos en la organización y consecuente percepción socio-histórica del tiempo.
Naturalmente los pueblos han vivido miles de años sin contar con esas máquinas que hoy nos son tan familiares como imprescindibles. Podríamos pensar que medir el tiempo con instrumentos más exactos ha sido una necesidad consustancial a la humanidad. Lo que ocurre, solemos concluir espontáneamente, es que si ésta ha vivido siglos sin relojes ni despertadores, se debe a que los avances científicos y tecnológicos llevan su tiempo: tal necesidad se habría podido colmar poco a poco, ensayando primero, y perfeccionando después, sistemas de notación capaces de capturar y comunicarnos, con mayor precisión, la sucesión de los días, meses y años (calendarios), así como el orden de las horas, los minutos y los segundos (relojes).
De hecho, buceando en la historia de los ingenios elaborados en diferentes épocas y lugares, encontramos evidencias de mecanismos destinados a dividir o a introducir discontinuidades en el flujo del devenir: la clepsidra, de origen mesopotámico que delimitaba fracciones de tiempo, según lo que tarda una cantidad de agua en pasar de un recipiente a otro de iguales dimensiones; el reloj de sol egipcio, vinculado en principio a funciones sacerdotales; el pájaro mecánico inventado por los griegos (250 a.C.), que sonaba cuando subían la mareas; los campanarios de las iglesias comunales que tañían, en los albores del mercantilismo (siglo XII), al ritmo de las actividades de comerciantes y artesanos; el reloj de arena usado para establecer la duración de las misas (siglo XVI), o el cuerno utilizado por los encargados para despertar a los trabajadores de los talleres en los distritos textiles ingleses (siglo XVI).
Sin embargo, tales indicios no deben tomarse como una mera sucesión de intentos que responden a simples peldaños en la evolución del mundo humano. En verdad, como sugiere el sociólogo e historiador Lewis Mumford en Técnica y civilización, son esas máquinas, que forman parte indiscutible de nuestra vida cotidiana, las que contribuyen a asentar la creencia en una realidad -la del tiempo serializado en horas, minutos y segundos- independiente del acontecer humano, como si de un hecho externo se tratase. Al punto que llegamos a atribuirle al instrumento físico, en sí mismo, el conjunto de costumbres que lo crearon y lo acompañaron. El sociólogo Norbert Elías, en su libro El tiempo, recuerda el papel jugado tanto por las ciencias físico-naturales como por la filosofía en la representación del tiempo como un hecho ajeno a la acción humana. Mientras las primeras lo presentaron como un dato equivalente a otros fenómenos naturales no-humanos; la segunda ‑en particular el pensamiento cartesiano y posteriormente el kantiano- lo concibe como una categoría innata de la experiencia, un hecho inalterable de la naturaleza del hombre.
Son las máquinas, que forman parte indiscutible
de nuestra vida cotidiana, las que contribuyen a asentar la creencia en
una realidad independiente del acontecer humano
El historiador británico Edward Thompson en su texto Tiempo disciplina y capitalismo ilustra, con casos sorprendentes a nuestros ojos, la “indiferencia a las horas del reloj” en diversas geografías sociales, no excesivamente remotas. Así, por ejemplo, los intervalos de tiempo en Madagascar se medían en función de “una cocción de arroz”, o de la “fritura de una langosta”. La duración de un terremoto en el Chile del siglo XVII se medía en “credos”. Entre los Nuer del Sudán, en los años 1940, el paso de un día se componía de la sucesión de las labores ganaderas y los ciclos de tareas domésticas. Las actitudes del campesino de la kabilia argelina, donde al reloj se lo conocía como “el molino del diablo”, fueron descritas en la década de 1960 por el sociólogo Pierre Bourdieu en términos de una “impasible indiferencia ante el paso del tiempo, al que nadie pretende dominar, utilizar o ganar”. La prisa se consideraba una falta de pudor y la noción de una cita exacta era desconocida; los kabiles solían quedar diciendo, simplemente, “nos encontramos en el próximo mercado”.
Resistencia a la 'modernidad'
Tendemos naturalmente a considerar extraños estos comportamientos. Los atribuimos a la resistencia de las sociedades tradicionales ante la modernidad; o al desconocimiento tecnológico e, incluso, a la indisciplina o indolencia propia de quienes lo malgastan. Y si lo hacemos es, en realidad, porque los percibimos y juzgamos mediante un modo de ver aprendido que ha forjado en nosotros una experiencia específica del tiempo y de su valor. En consecuencia, apenas si nos preguntamos cómo hemos llegado a considerar imprescindibles esos aparatos tan precisos y, más todavía, a ordenar nuestra vida en torno a las regularidades y cadencias que ellos representan.La perplejidad que nos generan aquellas costumbres, se comprenden mejor, de un lado, si reparamos en la relación existente entre las distintas modalidades y condiciones de la vida común y las formas de usar y, por ende, medir, fraccionar y/o notar el tiempo, asociadas a ellas. De otro lado, si nos detenemos a considerar la gradual, y no por ello menos profunda, transformación que tuvo lugar con el proceso de transición a la sociedad industrial.
Basta con detenerse en las comunidades de pequeños agricultores y ganaderos (con escasas estructuras de comercialización). Ellas se han orientado a unos quehaceres que se superponen y combinan -criar animales, ordeñarlos, protegerlos; sembrar/cosechar; cuidar de los incendios o heladas…; procesar y almacenar productos; sin olvidar la fabricación o arreglo de los aperos y herramientas, tejer, cocinar, comer, dormir, criar a un niño y enterrar a un fallecido, etc.- y han de remitirse a pautas estacionales que guardan escasa consistencia con la del trabajo regulado por las horas del reloj. Proteger al ganado de los depredadores, por ejemplo, puede requerir utilizar las noches para instalar trampas.
La prisa se consideraba una falta de pudor y la
noción de una cita exacta era desconocida; los kabiles solían quedar
diciendo, simplemente, “nos encontramos en el próximo mercado”
Si nos retrotraemos al medioevo, de la mano del historiador Jacques Le Goff (Au Moyen Âge: temps de l’Église et temps du marchand), se pone en evidencia una crucial transformación del pensamiento cristiano occidental sobre el tiempo y la historia, el cual tiene lugar en el corazón del siglo XII cuando entra en conflicto el tiempo de la iglesia y el tiempo del mercader, y comienza a tomar forma la elaboración de la ideología del mundo moderno. Tras la emergencia del comercio y la formación de redes mercantiles el tiempo se convierte en objeto de una atención y regulación particular. Las tareas del mercader requieren de un tiempo mensurable, orientado y previsible: la duración de los viajes por mar o tierra, la fluctuación de los precios en el curso de las operaciones comerciales, la duración del trabajo artesanal que provee las mercancías, devienen objeto de reglamentación cada vez más exacta. Si en la mayoría de las regiones cristianas de Europa, las campanas de los monasterios anunciaban las “horas canónicas”, es decir una división regular del día en siete momentos, a cada uno de los cuales correspondía un conjunto especifico de oraciones, pronto el instrumento se extenderá fuera del monasterio y su modelo de regularidad se prestará a otras funciones. Las campanas se pondrán al servicio de los fines profesionales y del control del trabajo artesano: sonarán en los momentos de las transacciones comerciales, y para marcar los turnos de trabajo de los obreros textiles, a quienes se comienza a fijar horarios precisos de entrada y salida de los talleres.
Es en el siglo XII cuando entra en conflicto el
tiempo de la iglesia y el tiempo del mercader, y comienza a tomar forma
la elaboración de la ideología del mundo moderno
No obstante, no se trata solamente de una exigencia reductible a los cambios tecnológicos o económicos, puesto que involucra simultáneamente la modificación del sentido –y del valor- que adquiere el tiempo. El tiempo, al convertirse en dinero, no pasa ni acontece, se “gasta”, “malgasta” o “ahorra”. Ya no se compondrá de los acontecimientos y experiencias que se suceden en el proceso de los quehaceres, igualmente laboriosos, que lo llenan. Se torna una realidad abstracta que se divide, fracciona, mide y ordena, y exige la observancia de las horas a una escala inusitadamente amplia y en cierto modo uniforme del trabajo.
Una nueva vida social
La disciplina fabril engendra nuevos hábitos de trabajo, pero igualmente reconfigura la vida social e individual. El trabajo reglado por hora”, establece horarios de entrada y salida, distingue entre periodos laborales y de ocio, incluyendo las horas de descanso, de almuerzo, los días de libranza, así como la duración de un contrato laboral o los años productivos de un ser humano. No es baladí, como documenta E. Thompson, que en los albores de la revolución industrial una nueva óptica moral, que apela a una economía del tiempo, se difunde dentro de la fábrica pero también fuera de ella. Las convenciones, formas de vida y hábitos de trabajo precedentes, son vistos en términos de pérdida de tiempo, falta de disciplina, ineficiencia y desorden u ociosidad, que obstaculizan la disciplina del trabajo industrial. La función del vigilante del tiempo, las hojas de horas para anotar al minuto la labor de cada trabajador, la marcación estricta, mediante toques de campana, de los horarios de entrada, de desayuno, de almuerzo y salida, o los estímulos e incentivos a la puntualidad, hacen su entrada en taller o la fábrica. Y fuera de ellos, un conjunto de reglamentaciones civiles urbanas ordenarán la vida pública (fiestas, mercados…).Estos cambios fueron graduales, y no hubo una sola forma de transición, en todo lugar. De hecho no son desconocidos los oficios mixtos en los comienzos del industrialismo (mineros que eran pequeños agricultores; artesanos textiles ocupados en la construcción, etc.). Y a poco que lo pensemos, podemos descubrir algunas formas contemporáneas de otros usos del tiempo. En cuanto a los relojes, y formas de despertar, tal vez la cuestión, no sea tratar de dilucidar si la difusión del reloj –y del despertador o sus sucedáneos- fue en sí mismo un factor del cambio, o a la inversa, el síntoma de una nueva forma de organización de la vida. No obstante, desde el siglo XIV se erigen relojes en iglesias y lugares públicos, y la difusión general de los relojes se produce al ritmo que la revolución industrial exige mayor sincronización del trabajo.
El advenimiento de la industria mecánica exige una sincronización, regularidad y exactitud muy precisas del trabajo
El reloj es, tal vez, el más notable de esos dispositivos de la modernidad, aunque también integramos esos usos y valores, a través de los sistemas de fichado a la entrada y salida del trabajo, o de las sanciones que acompañan los retrasos, de los permisos establecidos con minuciosidad para los llamados “asuntos personales”… y más aún, con los horarios de la escuela, o los establecidos para el juego, el dormir o el comer.
Los intervalos de tiempo en Madagascar se medían en función de “una cocción de arroz”, o de la “fritura de una langosta”
En todo caso, la pregunta de los internautas sobre el despertador y los despertares a tiempo no tiene una repuesta que se resuma en unas pocas frases. Puede intuirse que aquella está formulada desde el punto de vista de quienes hemos incorporado el tiempo del reloj, y el control horario al que nuestra realidad nos obliga. Se pueden listar los artefactos ideados (pájaros mecánicos, cuernos, relojes despertadores…) o los fenómenos naturales utilizados como referentes (los gallos, la luz del sol, la rotación de los astros… etc.). Sin embargo ellos en sí mismos y en tanto aparatos, no dicen nada acerca de sus usos, ni menos aún de las dinámicas contextuales e históricas a las que obedecen. Para muestra, basta un botón: las variaciones en las funciones cumplidas por las campanas ¿avisan y despiertan para los rezos?, ¿o señalan los turnos de entrada al taller textil? Depende, todo depende.
Adela Franzé Mudanó. Departamento de Antropología Social. Universidad Complutense de Madrid