Los internautas se preguntan cómo se despertaba la gente cuando no
existían los despertadores. Una curiosidad del todo lógica, teniendo en
cuenta su invención relativamente reciente. Según consta, en 1787 el
relojero Levi Hutchins ‑movido no solo por el ingenio, sino por los
imperativos de su oficio-, añadió un mecanismo de apariencia trivial a
la manecilla pequeña de su reloj que activaba una campanilla cuando
llegaba a una hora determinada: mientras sus coetáneos se levantaban con
la salida del sol, el señor Levi debía hacerlo a las 4 de la mañana, lo
que obviamente le impedía valerse para estos fines de la luz del astro
rey.
Pero hablar de relojes y despertadores nos obliga a dar un rodeo y a
detenernos en la organización y consecuente percepción socio-histórica
del tiempo.
Naturalmente los pueblos han vivido miles de años sin contar con esas
máquinas que hoy nos son tan familiares como imprescindibles. Podríamos
pensar que medir el tiempo con instrumentos más exactos ha sido una
necesidad consustancial a la humanidad. Lo que ocurre, solemos concluir
espontáneamente, es que si ésta ha vivido siglos sin relojes ni
despertadores, se debe a que los avances científicos y tecnológicos
llevan su tiempo: tal necesidad se habría podido colmar poco a poco,
ensayando primero, y perfeccionando después, sistemas de notación
capaces de capturar y comunicarnos, con mayor precisión, la sucesión de
los días, meses y años (calendarios), así como el orden de las horas,
los minutos y los segundos (relojes).
De hecho, buceando en la historia de los ingenios elaborados en
diferentes épocas y lugares, encontramos evidencias de mecanismos
destinados a dividir o a introducir discontinuidades en el flujo del
devenir: la
clepsidra, de origen mesopotámico que delimitaba fracciones de tiempo, según lo que tarda una cantidad de agua en pasar de un recipiente a otro de iguales dimensiones;
el reloj de sol egipcio,
vinculado en principio a funciones sacerdotales; el pájaro mecánico
inventado por los griegos (250 a.C.), que sonaba cuando subían la
mareas; los campanarios de las iglesias comunales que tañían, en los
albores del mercantilismo (siglo XII), al ritmo de las actividades de
comerciantes y artesanos; el reloj de arena usado para establecer la
duración de las misas (siglo XVI), o el cuerno utilizado por los
encargados para despertar a los trabajadores de los talleres en los
distritos textiles ingleses (siglo XVI).
Sin embargo, tales indicios no deben tomarse como una mera sucesión
de intentos que responden a simples peldaños en la evolución del mundo
humano. En verdad, como sugiere el sociólogo e historiador Lewis Mumford
en
Técnica y civilización, son esas máquinas, que forman parte
indiscutible de nuestra vida cotidiana, las que contribuyen a asentar
la creencia en una realidad -la del tiempo serializado en horas, minutos
y segundos- independiente del acontecer humano, como si de un hecho
externo se tratase. Al punto que llegamos a atribuirle al instrumento
físico, en sí mismo, el conjunto de costumbres que lo crearon y lo
acompañaron. El sociólogo Norbert Elías, en su libro
El tiempo,
recuerda el papel jugado tanto por las ciencias físico-naturales como
por la filosofía en la representación del tiempo como un hecho ajeno a
la acción humana. Mientras las primeras lo presentaron como un dato
equivalente a otros fenómenos naturales no-humanos; la segunda ‑en
particular el pensamiento cartesiano y posteriormente el kantiano- lo
concibe como una categoría innata de la experiencia, un hecho
inalterable de la naturaleza del hombre.
Son las máquinas, que forman parte indiscutible
de nuestra vida cotidiana, las que contribuyen a asentar la creencia en
una realidad independiente del acontecer humano
Lo que ambas tienen en común, en definitiva, es hacer del tiempo un
hecho universal, previo y extrínseco a toda época, lugar y mundo social
particular: como si fuese un fenómeno transhistórico y transcultural.
Los planteamientos de Mumford y Elías contribuyen a desafiar nuestras
impresiones habituales, al hacernos ver que el tiempo no es solo materia
de intervención humana sino, más aún, que no es ajeno al conjunto de
símbolos utilizados para percibirlo, ordenarlo y regularlo (los relojes y
los calendarios, entre otros, todos de factura humana), los cuales
responden a pautas, procesos y formas concretas de organización social.
El historiador británico Edward Thompson en su texto
Tiempo disciplina y capitalismo
ilustra, con casos sorprendentes a nuestros ojos, la “indiferencia a
las horas del reloj” en diversas geografías sociales, no excesivamente
remotas. Así, por ejemplo, los intervalos de tiempo en Madagascar se
medían en función de “una cocción de arroz”, o de la “fritura de una
langosta”. La duración de un terremoto en el Chile del siglo XVII se
medía en “credos”. Entre los Nuer del Sudán, en los años 1940, el paso
de un día se componía de la sucesión de las labores ganaderas y los
ciclos de tareas domésticas. Las actitudes del campesino de la kabilia
argelina, donde al reloj se lo conocía como “el molino del diablo”,
fueron descritas en la década de 1960 por el sociólogo Pierre Bourdieu
en términos de una “impasible indiferencia ante el paso del tiempo, al
que nadie pretende dominar, utilizar o ganar”. La prisa se consideraba
una falta de pudor y la noción de una cita exacta era desconocida; los
kabiles solían quedar diciendo, simplemente, “nos encontramos en el
próximo mercado”.
Resistencia a la 'modernidad'
Tendemos naturalmente a considerar extraños estos comportamientos.
Los atribuimos a la resistencia de las sociedades tradicionales ante la
modernidad;
o al desconocimiento tecnológico e, incluso, a la indisciplina o
indolencia propia de quienes lo malgastan. Y si lo hacemos es, en
realidad, porque los percibimos y juzgamos mediante un modo de ver
aprendido que ha forjado en nosotros una experiencia específica del
tiempo y de su valor. En consecuencia, apenas si nos preguntamos cómo
hemos llegado a considerar imprescindibles esos aparatos tan precisos y,
más todavía, a ordenar nuestra vida en torno a las regularidades y
cadencias que ellos representan.
La perplejidad que nos generan aquellas costumbres, se comprenden
mejor, de un lado, si reparamos en la relación existente entre las
distintas modalidades y condiciones de la vida común y las formas de
usar
y, por ende, medir, fraccionar y/o notar el tiempo, asociadas a ellas.
De otro lado, si nos detenemos a considerar la gradual, y no por ello
menos profunda, transformación que tuvo lugar con el proceso de
transición a la sociedad industrial.
Basta con detenerse en las comunidades de pequeños agricultores y
ganaderos (con escasas estructuras de comercialización). Ellas se han
orientado a unos quehaceres que se superponen y combinan -criar
animales, ordeñarlos, protegerlos; sembrar/cosechar; cuidar de los
incendios o heladas…; procesar y almacenar productos; sin olvidar la
fabricación o arreglo de los aperos y herramientas, tejer, cocinar,
comer, dormir, criar a un niño y enterrar a un fallecido, etc.- y han de
remitirse a pautas estacionales que guardan escasa consistencia con la
del trabajo regulado por las horas del reloj. Proteger al ganado de los
depredadores, por ejemplo, puede requerir utilizar las noches para
instalar trampas.
La prisa se consideraba una falta de pudor y la
noción de una cita exacta era desconocida; los kabiles solían quedar
diciendo, simplemente, “nos encontramos en el próximo mercado”
La época de la cosecha, entretanto, puede obligar a laborar
intensivamente de sol a sol, antes de que el producto se arruine o que
lleguen las épocas de climas desfavorables. Los pueblos pescadores,
dependientes de las mareas y de los vientos, han de observar y atenerse a
sus movimientos, entre otras tantas cosas … ¿A que el pájaro mecánico
griego, que sonaba con la pleamar, cobra mayor sentido en un contexto
como ese, que un reloj despertador al que le fijamos una determinada
hora para despertarnos? En tales y otras condiciones semejantes, las
jornadas pueden alargarse o acortarse en función de las labores
necesarias en cada momento, la distinción a las que estamos tan
habituados entre las actividades ordinarias (festividades, mercados,
rituales, conversaciones, salidas, intercambios y contactos sociales de
todo tipo, crianzas y enterramientos, etc…) y las relativas a la
subsistencia, se anudan entre sí y entremezclan. Como poco, en el
sentido de que no existe una demarcación entre los hechos y tiempos de
la vida, y los del trabajo.
Si nos retrotraemos al medioevo, de la mano del historiador Jacques Le Goff (
Au Moyen Âge: temps de l’Église et temps du marchand),
se pone en evidencia una crucial transformación del pensamiento
cristiano occidental sobre el tiempo y la historia, el cual tiene lugar
en el corazón del siglo XII cuando entra en conflicto el tiempo de la
iglesia y el tiempo del mercader, y comienza a tomar forma la
elaboración de la ideología del mundo moderno. Tras la emergencia del
comercio y la formación de redes mercantiles el tiempo se convierte en
objeto de una atención y regulación particular. Las tareas del mercader
requieren de un tiempo mensurable, orientado y previsible: la duración
de los viajes por mar o tierra, la fluctuación de los precios en el
curso de las operaciones comerciales, la duración del trabajo artesanal
que provee las mercancías, devienen objeto de reglamentación cada vez
más exacta. Si en la mayoría de las regiones cristianas de Europa, las
campanas de los monasterios anunciaban las “horas canónicas”, es decir
una división regular del día en siete momentos, a cada uno de los cuales
correspondía un conjunto especifico de oraciones, pronto el instrumento
se extenderá fuera del monasterio y su modelo de regularidad se
prestará a otras funciones. Las campanas se pondrán al servicio de los
fines profesionales y del control del trabajo artesano: sonarán en los
momentos de las transacciones comerciales, y para marcar los turnos de
trabajo de los obreros textiles, a quienes se comienza a fijar horarios
precisos de entrada y salida de los talleres.
Es en el siglo XII cuando entra en conflicto el
tiempo de la iglesia y el tiempo del mercader, y comienza a tomar forma
la elaboración de la ideología del mundo moderno
Con la integración en sociedades más abarcadoras, en el proceso de
transición a la sociedad industrial y una vez que la mano de obra se
convierte en contratada, se produce una profunda reestructuración de los
hábitos anteriores. Mientras en las sociedades preindustriales, ya sean
éstas las (mal) llamadas “primitivas”, o las campesinas, sean las
manufactureras a escala doméstica… (etc.), responden a pautas
fluctuantes, discontinuas, cambiantes e incluso estacionales de
ejecución de los quehaceres cotidianos, el advenimiento de la industria
mecánica exige una sincronización, regularidad y exactitud muy precisas
del trabajo para determinar la posición, la duración, el ritmo y la
sucesión de actividades de los trabajadores.
No obstante, no se trata solamente de una exigencia reductible a los
cambios tecnológicos o económicos, puesto que involucra simultáneamente
la modificación del sentido –y del valor- que adquiere el tiempo. El
tiempo, al convertirse en dinero, no pasa ni acontece, se “gasta”,
“malgasta” o “ahorra”. Ya no se compondrá de los acontecimientos y
experiencias que se suceden en el proceso de los quehaceres, igualmente
laboriosos, que lo llenan. Se torna una realidad abstracta que se
divide, fracciona, mide y ordena, y exige la observancia de las horas a
una escala inusitadamente amplia y en cierto modo uniforme del trabajo.
Una nueva vida social
La disciplina fabril engendra nuevos hábitos de trabajo, pero
igualmente reconfigura la vida social e individual. El trabajo reglado
por hora”, establece horarios de entrada y salida, distingue entre
periodos laborales y de ocio, incluyendo las horas de descanso, de
almuerzo, los días de libranza, así como la duración de un contrato
laboral o los años productivos de un ser humano. No es baladí, como
documenta E. Thompson, que en los albores de la revolución industrial
una nueva óptica moral, que apela a una economía del tiempo, se difunde
dentro de la fábrica pero también fuera de ella. Las convenciones,
formas de vida y hábitos de trabajo precedentes, son vistos en términos
de pérdida de tiempo, falta de disciplina, ineficiencia y desorden u
ociosidad, que obstaculizan la disciplina del trabajo industrial. La
función del vigilante del tiempo, las hojas de horas para anotar al
minuto la labor de cada trabajador, la marcación estricta, mediante
toques de campana, de los horarios de entrada, de desayuno, de almuerzo y
salida, o los estímulos e incentivos a la puntualidad, hacen su entrada
en taller o la fábrica. Y fuera de ellos, un conjunto de
reglamentaciones civiles urbanas ordenarán la vida pública (fiestas,
mercados…).
Estos cambios fueron graduales, y no hubo una sola forma de
transición, en todo lugar. De hecho no son desconocidos los oficios
mixtos en los comienzos del industrialismo (mineros que eran pequeños
agricultores; artesanos textiles ocupados en la construcción, etc.). Y a
poco que lo pensemos, podemos descubrir algunas formas contemporáneas
de otros usos del tiempo. En cuanto a los relojes, y formas de
despertar, tal vez la cuestión, no sea tratar de dilucidar si la
difusión del reloj –y del despertador o sus sucedáneos- fue en sí mismo
un factor del cambio, o a la inversa, el síntoma de una nueva forma de
organización de la vida. No obstante, desde el siglo XIV se erigen
relojes en iglesias y lugares públicos, y la difusión general de los
relojes se produce al ritmo que la revolución industrial exige mayor
sincronización del trabajo.
El advenimiento de la industria mecánica exige una sincronización, regularidad y exactitud muy precisas del trabajo
Tiempos de agricultores, tiempos de pescadores, de artesanos, de
comerciantes, de la iglesia, del trabajador industrial, del patrón… y
podríamos seguir distinguiendo “tiempos”. El tiempo, en palabras de
Elías, “se desarrolla en el contexto de tareas bien definidas y
finalidades especificas a cumplir”, sirve a los individuos ‑y los
coacciona- para orientarse en la sucesión de procesos sociales en los
cuales están inmersos, es un medio para regular su conducta y
coordinarla con la de los demás. No es, sin embargo, una mera idea que
surja en la cabeza de alguien, sino una institución variable que depende
de las características de los modos de vida, así como de los medios o
dispositivos que lo representan y comunican a través de la experiencia
corriente que los individuos tienen de él desde su tierna infancia y
durante el curso de su existencia.
El reloj es, tal vez, el más notable de esos dispositivos de la
modernidad, aunque también integramos esos usos y valores, a través de
los sistemas de fichado a la entrada y salida del trabajo, o de las
sanciones que acompañan los retrasos, de los permisos establecidos con
minuciosidad para los llamados “asuntos personales”… y más aún, con los
horarios de la escuela, o los establecidos para el juego, el dormir o el
comer.
Los intervalos de tiempo en Madagascar se medían en función de “una cocción de arroz”, o de la “fritura de una langosta”
Como señala Elías, “los relojes no son el tiempo”. Quizás haya que
considerar con detenimiento la afirmación de Lewis Mumford cuando
sostiene que el reloj, y no la máquina de vapor, es el artefacto clave
de la era industrial capitalista, puesto que asegura con peculiar
pulcritud y rigor la articulación de los trabajos humanos y hace posible
la producción regular y estandarizada a gran escala.
En todo caso, la pregunta de los internautas sobre el despertador y
los despertares a tiempo no tiene una repuesta que se resuma en unas
pocas frases. Puede intuirse que aquella está formulada desde el punto
de vista de quienes hemos incorporado el tiempo del reloj, y el control
horario al que nuestra realidad nos obliga. Se pueden listar los
artefactos ideados (pájaros mecánicos, cuernos, relojes despertadores…) o
los fenómenos naturales utilizados como referentes (los gallos, la luz
del sol, la rotación de los astros… etc.). Sin embargo ellos en sí
mismos y en tanto
aparatos, no dicen nada acerca de sus usos,
ni menos aún de las dinámicas contextuales e históricas a las que
obedecen. Para muestra, basta un botón: las variaciones en las funciones
cumplidas por las campanas ¿avisan y despiertan para los rezos?, ¿o
señalan los turnos de entrada al taller textil? Depende, todo depende.
Adela Franzé Mudanó. Departamento de Antropología Social. Universidad Complutense de Madrid